¿Por que mi grafía debería ser más bella que la forma de estos muros? ¿Por qué este bello colmenar debería espantar? A decir verdad, no hay nada que espante más que el desierto. Pampa desolada y angustia polvorosa. Solo algún ombú por aquí o allá, matas de cardo dispersas y voraz llano hasta el horizonte. Desesperado deseo que broten lomas de la nada y cubran tal desesperante desnudez. O tal vez volver a la ciudad. Contemplar arquitectura. Como este edificio a dos cuadras de la avenida Corrientes y a una de Callao. Ahí uno puede perderse en sus bares, librerías y el tumulto de gente. Hubo un tiempo en mi adolescencia que descubrí salir del cuerpo. Traspasar muros. Fugarme del pesar entrando como fantasma a otras casas. Ver in situ invisible y con sed de aventura otra gente en su medio. Pero termine asqueado y aburrido. No había nada en ver sus vidas, solo tedio. Esto me recuerda en contraposición a lo que oí de un monje. Se había retirado al desierto en busca de Dios pero escapo por no soportar el devorador horizonte. Hoy ya no me fascina atravesar paredes. Prefiero lograr la intimidad entre almas, un vínculo cordial, tender una mano o vivir la comunión entre pieles. Aquí fotografiando de frente arquitectura, valorando belleza en el tumulto, sintiendo genérico amor por humanidad fluyente. Mientras fotografío, siento saberme infiltrado en este mundo, aportando y soportando rechazo. Como viajero entre realidades me deslizo entre su orden social sin sentirlo mío y contemplo desde una extraña e inexplicable paradoja este edificio como si fuera un arqueólogo y al mismo tiempo lo siento moderno, nuevo, vivo, en pie.
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